Mientras pensaba qué historia usar para el sermón de hoy, me vino a la mente algo. Recuerdo que cuando era niño, creciendo en la Ciudad de México, teníamos muchas tiendas y servicios que hoy no veo en nuestros barrios. O al menos, se están extinguiendo a una velocidad vertiginosa.
Teníamos zapaterías, relojerías, mueblerías, tapicería, sastrerías, electrodomésticos… Pero hoy vivimos en un mundo que nos anima a tirar las cosas en lugar de repararlas. Los teléfonos inteligentes tienen baterías selladas, la ropa se desgasta rápidamente y los electrodomésticos están hechos para romperse. Todo esto refleja una cultura que prioriza la sustitución sobre la restauración.
Las empresas diseñan productos para que no duren mucho, y las reparaciones suelen ser más caras que comprar algo nuevo. Un microondas puede costar $50, pero arreglarlo podría costar $100 en piezas y mano de obra.
No hace mucho, la gente remendaba sus prendas, remendaba su ropa y conservaba sus muebles durante años. Ahora, la comodidad se ha impuesto y nos hemos acostumbrado a reemplazar las cosas en lugar de apreciarlas y valorarlas. Hoy, la comodidad ha reemplazado a la artesanía, y lo desechable se ha convertido en la norma.
Pero elegir reparar en lugar de reemplazar no se trata sólo de ahorrar dinero. Se trata de apreciar lo que tenemos y oponernos a una cultura que nos dice que nada dura y que todo es temporal.
Y a veces, lo que parece roto o sin valor a nuestros ojos puede necesitar una segunda oportunidad.
En el evangelio que escuchamos hoy, Jesús responde a quienes lo rodean y buscan el significado de las tragedias de su época. Algunos entre la multitud mencionan a los galileos asesinados por Pilato. Otros están preocupados por el derrumbe de una torre en Siloé. Quieren respuestas. Quieren saber qué ha sucedido. ¿Eran estas personas más pecadoras que otros?
Jesús no les da la respuesta que esperan. En cambio, les devuelve la pregunta: "¿Creen que, por haber sufrido así, estos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos? No, les digo; al contrario, si no se arrepienten, todos perecerán como ellos". Jesús se negó a permitirles centrarse en los pecados de los demás y los llamó a examinar sus propios corazones, su propia necesidad de arrepentimiento y renovación.
El arrepentimiento no se trata solo de sentir pena por nuestros errores. El verdadero arrepentimiento implica una verdadera transformación. Significa cambiar de rumbo, cambiar nuestra mentalidad y permitir que ese cambio moldee nuestras acciones. Y también se trata de segundas oportunidades.
Durante la Cuaresma, en este tiempo litúrgico, se nos invita a reflexionar sobre cómo necesitamos cambiar y crecer, a alejarnos de lo que no da fruto en nuestras vidas y a abrazar una nueva forma de vida. Una nueva forma de vida que implica renovación y restauración.
Mientras Jesús anima a sus seguidores al arrepentimiento, cuenta la parábola de una higuera que no ha dado fruto en tres años. En la parábola, el dueño de la higuera está dispuesto a cortarla porque no ha dado fruto. Pero el jardinero interviene, pidiendo un año más, un poco más de tiempo, un poco más de cuidado, para ver si el árbol puede dar fruto. En cierto modo, este árbol está teniendo una segunda oportunidad.
¡Y esta es la buena noticia! Así es Dios, que es misericordioso. Dios siempre nos ofrece una segunda oportunidad.
A todos nos encantan las historias de segundas oportunidades. Nos dan esperanza. Pero la segunda oportunidad que Dios nos ofrece no se trata solo de esforzarnos más o de corregir nuestros errores con pura o absoluta fuerza de voluntad. Como la higuera, a veces no podemos salir de la esterilidad, el vacío o la infertilidad por nuestra cuenta.
Comenzar de nuevo es, ante todo, un acto de la gracia de Dios. Se trata de permitir que Dios, a través del Espíritu Santo, obre en nosotros. Se trata de reconocer que somos cocreadores con Dios, que participamos en la obra divina de traer vida, crecimiento y transformación.
Amar a quienes nos maltratan no es algo que podamos hacer solos. Necesitamos la ayuda de Dios. Podemos dar un primer paso orando por quienes nos lastiman, por quienes nos dificultan la vida, por quienes nos malinterpretan o nos excluyen. Ese pequeño paso es un acto de cocreación con Dios. Es permitir que Dios obre en nosotros y con nosotros. Es permitir que Dios obre con nuestra esterilidad, vacío o infertilidad.
¿Recuerdas momentos en los que la esterilidad formó parte de tu vida? ¿Momentos en los que te sentiste improductivo, desanimado o alejado de tu propósito? ¿Tienes proyectos inconclusos? ¿Planes que abandonaste? ¿Planes relacionados con tu propia vocación? ¿Y qué hay de tus relaciones familiares? ¿Hay relaciones que necesitan atención y cuidado? ¿Hemos hecho todo lo posible para asegurarnos de que nuestros amigos, familiares, amigos o parejas prosperen y florezcan?
Llegado a cierto punto, debemos preguntarnos qué está produciendo en nuestras vidas este proyecto, relación o trabajo. ¿Está dando frutos? Si no es así, puede que requiera un poco más de tiempo, cuidado y atención.
La parábola de la higuera es una invitación a considerar la lucha de otro año de vida, otra oportunidad para prosperar y crecer.
Así que me pregunto, al reflexionar sobre las áreas de tu vida que podrían necesitar un poco más de atención, ¿qué priorizarías? ¿Cómo le dedicarías ese tiempo y atención extra para que algún día dé frutos en tu vida y en la de los demás?
Cada día es un regalo. Dios nos da el tiempo, el sustento y la gracia que necesitamos para crecer y ser fructíferos.
La buena noticia del Evangelio de hoy es que los fracasos del pasado no nos definen. Con la ayuda de Dios, siempre existe la posibilidad de algo nuevo. Siempre hay gracia para una nueva etapa, una nueva oportunidad y una nueva oportunidad para dar fruto.
Así que mi oración de hoy es que abracemos las segundas oportunidades que Dios nos ofrece. Que extendamos esa misma gracia a los demás y adoptemos la sabiduría del jardinero en nuestras vidas. Y que confiemos en que con el amor y el cuidado de Dios, incluso los lugares más áridos pueden rebosar de nueva vida. Amén.
El reverendo Alfredo Feregrino